Oración

  • 21 mayo, 2019

Oración

Cada vocación a la vida religiosa es un llamado que nuestro Señor Jesucristo hace a un hombre concreto para estar con él (Mc 3,14). En la vida de los frailes predicadores, el estar con Cristo se traduce en una relación personal y comunitaria con el autor de nuestra vocación.

La oración es fundamental en el carisma de la Orden de Predicadores, pues encontramos en la vida de nuestro padre santo Domingo el ejemplo de una actitud siempre orante. Domingo era un hombre que hablaba con Dios de los hombres, y a los hombres hablaba de Dios. Así, los frailes predicadores hemos asumido libremente el deber de ofrecer nuestra vida en un continuo sacrificio de alabanza al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo, incluyendo día a día en nuestra oración a toda la Iglesia y a todos los hombres.

La constitución fundamental de la Orden de Predicadores recita: “…Manteniéndonos […] fervorosos en la celebración de la liturgia, principalmente de la Eucaristía y del oficio divino, y en la oración. La Eucaristía es fuente y culmen de nuestra vida (L.G. n. 11). Cuando celebramos la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor en la Eucaristía, rezamos el oficio divino o cuando tenemos nuestra oración secreta nos acercamos al manantial de agua viva que le ofreció Jesús a la mujer samaritana (Jn. 4). Como hombres peregrinos que caminan hacia la casa del Padre tenemos la necesidad de acercarnos a Jesús para beber del agua que el ofrece para saciar la sed que tenemos de Dios, asimismo, podemos confiar en su Palabra que nos dice que de nuestro seno correrán ríos de agua viva (Jn. 7, 37-38), ríos que brotan en abundancia y se manifiestan en nuestra predicación.

Nuestra oración tiene una dimensión comunitaria. Todos los frailes estamos llamados a participar en la Misa conventual y en el rezo del oficio divino en el coro, ya que nuestra espiritualidad nos mueve a alabar y agradecer a Dios, así como interceder ante él por los hombres de forma comunitaria.

En nuestros días, hablar de vida de oración puede parecer algo sin sentido, innecesario, o incluso una pérdida de tiempo cuando hay situaciones en las que aparentemente urgen más las manos que trabajen, en lugar de las voces que entonen salmos o himnos. A pesar de todo, la Orden de Predicadores conserva al interior de sus conventos el canto de los salmos e himnos como respuesta al activismo en el que la cotidianidad del mundo está envuelta, no como un escape enajenado de las necesidades de éste, sino como una manera de presentar estas mismas necesidades en la patena de nuestra alabanza, la cual está precedida de una contemplación de ojos abiertos de la realidad que acontece al exterior de nuestros claustros. Seguimos encontrando en la oración un medio de encuentro con nuestro Señor Jesucristo, encuentro que fecunda nuestra vida, nos transforma identificándonos con el crucificado y nos impulsa a salir al encuentro del necesitado. El fraile que deja de orar se pierde, pues deja de prestar oídos a las palabras que guían no solamente su vida, sino la vida de la comunidad. Por lo tanto, nuestra oración de tradición monástica se presenta como respuesta eficaz a la necesidad actual de un momento de silencio y de contemplación, y el silencio que ora es el mismo que hace fértil nuestra predicación.

La oración nos asemeja a Cristo, el cual, antes de emprender una misión, oraba al Padre pidiéndole que se hiciera siempre su voluntad. Un ejemplo claro de esto es el evangelio que nos narra la oración en el huerto de Getsemaní, donde por medio de la oración se prepara para ser crucificado. Sin embargo, no nos quedamos únicamente en el acontecimiento de la crucifixión, sino que nuestra oración apunta al encuentro y anuncio del resucitado, la oración nos lleva a la Vida Eterna, pues si hemos muerto con él, viviremos también con él (Rm 6, 8).

 

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